Hasta hace unas pocas semanas, el aceite de girasol era sinónimo de aceite barato. El litro costaba alrededor de 1,20 euros y su valor se mantenía estable. A finales de 2020, por ejemplo, llegaba a los 1,07 euros y su precio medio se situaba por debajo del coste medio de todos los aceites, según los datos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.
Hoy es difícil encontrar una botella de aceite de girasol que cueste menos de 3 euros; incluso es complicado encontrar el producto en sí. Algunos establecimientos han racionado su venta (no más de 5 litros por persona), en otros no hay, y en alguno hasta se han visto botellas de este aceite con la alarma de seguridad que se utiliza para las bebidas alcohólicas más caras. Tras la escalada notable de precios —en este y otros productos— están la guerra de Ucrania (país productor del 42 % de los cereales que importa España, y principal proveedor de aceite de girasol) y el aumento desbocado del coste del gas, la energía eléctrica y los carburantes, que encarecen tanto la producción como el transporte de alimentos.
De ahí que una crisis como la actual active todas las alarmas, genere preocupación y dispare nuevas preguntas. Entre ellas: ¿se puede cocinar sin aceite? ¿Las freidoras de aire sirven para algo? ¿Con qué podemos freír alimentos si no encontramos aceite de girasol? ¿Da lo mismo el aceite de coco, el de maíz o el de soja a la hora de freír unas croquetas? ¿Se puede usar margarina para hacer unas patatas fritas? ¿Cuáles son las ventajas y las desventajas de los aceites que hay en el mercado? Para responder a estas últimas dudas, consultamos a Javier Sánchez Perona, doctor en Química e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), donde estudia, precisamente, los efectos de los aceites en la salud de las personas.
Artículo escrito para Eroski Consumer
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