Aprender a leer las etiquetas alimentarias es fundamental para conocer lo que comemos, aunque esto no siempre alcanza para que podamos saberlo con certeza.
El ejemplo más bestia del simulacro alimentario lo encontramos en el cine de Tim Burton. Está en su película sobre el barbero diabólico Sweeney Todd y sus peculiares pastelitos de carne, que sí tenían carne, pero no la que decían tener. No hace falta destripar su contenido: basta decir que los clientes del barbero tenían sobradas razones para sentirse defraudados y no volver a comer más pastelitos de carne en su vida.
Lógico: la comida preparada es un contrato social, un acuerdo de confianza entre clientes y vendedores, y Sweeney Todd lo había roto con su engaño. Es igual que cuando vas al súper y compras una crema de bogavante creyendo que tiene bogavante, pero luego descubres que apenas llega al 0,5 % del producto. Aunque sea legal destacar las minucias, sientes que te han estafado.
Los simulacros se utilizan en alimentación con más frecuencia de lo que pensamos. Ocurren cuando el fabricante remarca la presencia de un ingrediente que su producto casi no tiene o, al revés, cuando pone en letras diminutas la presencia de otro que sabe que sus clientes no aprecian. Así, en los productos procesados, lo habitual es que las empresas destaquen el caviar y camuflen el azúcar, que anuncien las almendras y escondan la grasa de palma, o que te digan que algo lleva carne sin ofrecer más detalles cuando lo que están usando no es el corte que tú imaginas sino una víscera o un despojo.
La siguiente historia es verdadera y recuerda de algún modo a la leyenda de Sweeney Todd, por lo menos en el sinsabor del desengaño. La protagonista es una lata de chili con carne de la marca Old El Paso, fabricada por General Mills, aunque podría haber sido otra. Esta es la historia del día en que una etiqueta imprecisa dio pie a jugosas conversaciones en Twitter y muchas personas descubrieron que, en lugar de estar comiendo solo carne de vacuno, también se estaban comiendo su corazón…
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