Si me encontrase con el pan de Carlos Ríos en el supermercado, probablemente lo compraría. No sería mi primera opción (la panadería viejuna de mi barrio tiene obrador y hace unas hogazas integrales estupendas), pero seguro que el pan de Carlos me haría un favor el típico martes a las nueve y media de la noche. Todos hemos estado ahí alguna vez, haciendo la compra lastminute y rascando opciones entre lo que hay.
Y lo que hay en los supermercados, ya lo sabemos, deja bastante que desear. Si apartamos los alimentos básicos y los buenos procesados, que existen, una gran parte de las referencias que encontramos en estos lugares son productos ultraprocesados. Unos productos que tienen escaso interés nutricional y una densidad energética brutal, que modifican nuestra percepción del sabor y alteran nuestro mecanismo de saciedad. Que están ricos, se comen fácil y, además, tienen respaldo social. Estos productos, gracias a la inestimable labor del marketing y la publicidad, se asocian al ocio y la felicidad, al relax y la indulgencia. Su consumo está extendido y aceptado.
De acuerdo.
Los ultraprocesados no son productos saludables y, cuando forman parte de nuestra dieta cotidiana, representan un serio problema para nuestra salud personal y poblacional. Su consumo frecuente es una de las causas principales de que ciertas patologías se hayan disparado en pocos años. Diabetes, obesidad, caries, hipercolesterolemia, hipertensión arterial. Las cifras son inapelables y, a estas alturas, ya no las discute nadie. Ni siquiera las empresas que fabrican esos productos y que se aferran a frases precocinadas para intentar salvar un poco los muebles: aquello de que nada es malo si el “consumo es ocasional” y se hace “en el marco de una dieta equilibrada”. Blabablá.
O sea: un huevo Kinder no te va a matar. Un día es un día. Por una vez no pasa nada.
Evidentemente.
Pero aquí hay truco. Y el truco consiste en compartimentar los eventos. En presentarlos como cosas aisladas en lugar de situarlos en conjunto. En hacernos pensar en el huevo Kinder como si fuera un huevo de Fabergé, escaso y único, y perder de vista que aquí no hay singularidad que valga porque estamos ante una producción industrial a mansalva. El truco consiste en hacernos olvidar —o, peor aún, desconocer— que, en España, casi el 32% de las calorías que nos metemos en el cuerpo vienen de productos ultraprocesados.
La industria sabe buscarse la vida, cómo no. Con publicidad, con eufemismos, con un control impresionante del lenguaje y del etiquetado alimentario, con sugerencias que parecen afirmaciones pero no acaban de serlo del todo porque existe un vericueto legal que permite que eso suceda. Con imágenes que distorsionan la realidad y, más incluso, que le arrebatan la portavocía a los hechos. Con letras grandes y pequeñas que se reparten por los territorios del envase según para qué. Las etiquetas, no lo olvidemos, son espacios de poder.
Todo esto lo tienen muy claro quienes trabajan en salud, en comunicación, en alimentación y en el departamento jurídico. Lo saben médicos, nutricionistas, tecnólogos alimentarios, periodistas, expertos en marketing, abogados… Ya sea que trabajen en favor de esa industria perniciosa o en favor de la salud pública, lo saben.
Y cualquiera que lo sepa y no haya perdido contacto con la realidad sabe también que todas estas estrategias de la industria son como una malla medieval: frías, calculadas, hechas de pequeñas anillas enlazadas entre sí que se presentan como un todo trabado y que convierten al sistema que protegen en un elemento casi inexpugnable. Rasguñar a la mala industria alimentaria cuesta una barbaridad, ya no digamos abrirle una brecha en condiciones.
Carlos Ríos, con su movimiento RealFood, su millón y medio de seguidores, su reformulación de productos y su app, tuvo en su mano la herramienta y la ocasión para abrir esa brecha. Y digo tuvo porque, como ya sabéis, el etiquetado de su producto más reciente —la crema de cacao— ha incurrido en las mismas malas artes que la industria contra la que se supone que batalla. El análisis de esa etiqueta podéis conocerlo aquí y aquí, de la mano de Beatriz Robles y de Juan Revenga, dos grandísimos profesionales de la nutrición que tienen la fama —merecida— de no amedrentarse ante nadie. Ni siquiera cuando la amenaza viene de alguien a quien habrían situado en el bando aliado y no en la trinchera del enemigo.
Porque la tragedia está ahí: a diferencia de lo que ocurre con la mala industria, con Carlos hay un punto de partida compartido. Y eso sí que duele y descoloca. No se trata de envidias, de celos o de disputas maniqueas, sino de asimilar que uno de los tuyos, uno que estaba en potencia de abrir la brecha, se ha dejado seducir por el abismo.
La oportunidad perdida
Ayer, en el calor de los discursos, esbocé algo de esto en un hilo. Carlos tenía la oportunidad perfecta para meterle un golazo a la industria por toda la escuadra. Podría haber vestido su crema de cacao con un traje fulgurante de verdad, poner en letras grandes “sí, tengo azúcar que procede de los dátiles y estoy buenísimo para darte un gusto puntual”. Podría haber usado el envase para hacer lo que nadie más hace y dejar algún apunte nutricional, para que cualquiera que lo coja en sus manos —sea seguidor suyo o no— sepa que esa crema no debería consumirse a diario.
¿Arriesgado? Quizás, pero si el producto es mejor que los otros, se acabará vendiendo. Además, los consumidores somos buenos uniendo puntos: si nos dicen que algo bien hecho no es para todos los días, deduciremos que las versiones con peores ingredientes tampoco lo serán. Sí… él podría haber aprovechado el envase como soporte educativo para enseñar hábitos saludables, llevar su mensaje más lejos y afear las malas mañas de la competencia. Podría haber marcado la diferencia plantando un caballo de Troya en mitad del supermercado que alguna vez lo vio guerrear.
Pero nada de eso pasó.
Lo que pasó fue ruido.
Y después del ruido, silencio y ventas. Una oportunidad menos, una crema de cacao más.
Mejorar un producto de consumo ocasional está bien, pero la verdadera grandeza estaba en abrir la brecha. Las obras, cuando son excepcionales, perviven a sus creadores. Esa es la fuerza de una revolución y la brillantez de un legado: poder quitarte a ti mismo de la ecuación y conseguir que la fórmula funcione. Y la esencia de eso estaba ahí, estaba en su mano. En esa mano que, para tristeza de unos y regocijo de otros, envainó la espada para empuñar un rotulador.