Una etiqueta alimentaria es un espacio de poder. Todo lo que vemos en ella (y todo lo que no) es el resultado de una discusión entre partes con intereses distintos, cuando no contrarios. La información que finalmente se recoge, los datos que se muestran y el modo en que se presentan no son fruto de la casualidad. Son fruto de una pelea. De una pelea o de varias.
No es casualidad que en una lista de ingredientes leamos, por ejemplo, «fructosa, jarabe de glucosa, sirope de agave y miel» en lugar de «azúcar, azúcar, azúcar y azúcar». Existen unas 50 maneras de referirse al azúcar sin nombrarlo. Tampoco es casualidad que, muchas veces, la información relevante de un producto ultraprocesado quede justo en un lateral de la caja o en un pliegue del envoltorio, ni que sea difícil entenderla y leerla porque la letra es tan pequeña como permite la legislación. Todo eso, incluso la propia normativa que establece las reglas, es fruto de una negociación. Es un acuerdo de mínimos […]
Los colores estridentes, las imágenes llamativas, las palabras sugerentes y las promesas vacías tapizan buena parte de los envases alimentarios. Tanto es así que hay lineales enteros en los supermercados donde no vemos comida, sino fotos de comida. Mientras en la frutería o la pescadería comparamos alimentos, en los lineales de ultraprocesados lo que comparamos son fotos, eslóganes, tipografías. ¿Cómo no van a ser las etiquetas un espacio de poder si nos movemos en un escenario guiados fundamentalmente por mensajes?
«La sociedad de consumo es una sociedad de signos», apunta el doctor en Sociología Cristóbal Gómez Benito. Y para explicarlo recurre al concepto de simulacro del filósofo francés Jean Baudrillard […]
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