En un lineal del supermercado, entre las cajas de cereales y galletas, hay juguetes que se ofrecen a los niños y que están a la altura de sus ojos. En otro, a la altura de los tuyos, hay snacks de maíz, arroz o patata con aroma a albahaca, a jamón o a mantequilla. Habías ido a comprar comida, pero de pronto estás eligiendo fragancias. El súper como perfumería. El súper como juguetería. El súper como paseo y como espacio de novedad. El súper como acto festivo y lugar de ocio familiar. Como ciudad de tentaciones en la que es muy fácil distraerse.
Manejarse en el supermercado se parece mucho a conducir por la ciudad: el ritmo del tráfico y la cantidad de estímulos que compiten por nuestra atención nos obligan a procesar mucha información en poco tiempo, a tomar decisiones con rapidez y a interpretar –con mayor o menor acierto– la infinidad de señales que aparecen en el camino. La diferencia es que para conducir un coche recibimos educación vial, mientras que a hacer la compra vamos confiados y expuestos.
Elegir alimentos en las grandes superficies se ha transformado en un acto complejo, muy diferente a la experiencia que nos ofrece una tienda tradicional. Esa complejidad puede apreciarse, por ejemplo, en las múltiples versiones que hay para un mismo producto, pero sobre todo se puede ver en las nuevas herramientas e instrumentos que utilizamos para comprenderlas y compararlas entre sí, desde etiquetas nutricionales con advertencias o colores hasta aplicaciones para decodificarlas con el móvil. El calibre de las soluciones es un indicador del tamaño de los problemas, y un buen ejemplo de esto lo encontramos […].
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